por Orlando MÁRQUEZ
Fuente: Palabra Nueva
A inicios de los años 80s del pasado siglo visité a un joven que estaba ingresado en el hospital psiquiátrico de La Habana, más conocido como Mazorra. No sé por qué razón había terminado en una sala de aquel lugar después de un intento de salida ilegal del país.
Conversamos en áreas exteriores, recuerdo que estaba tranquilo y relajado, pero no olvido su afirmación de que para no dormir en el piso frío había tenido que fajarse por una colchoneta, y lo mismo debía hacer en ocasiones para conservar su ración de comida. Entonces no oíamos de la perestroika ni había desaparecido la URSS, la ayuda de los “países hermanos” era estable y por tanto no habíamos llegado al periodo especial.
A fines de esos años 80s, mi hijo mayor –entonces tenía año y medio– estuvo ingresado por tres días en un hospital infantil del Vedado conocido como Marfán. Los exquisitos cuidados profesionales de la doctora no pudieron evitar que aquellas jornadas continúen siendo hoy un recuerdo desagradable, porque la inquietud por el hijo enfermo e interno se convirtió en verdadero temor ante la ausencia de agua corriente, las cucarachas merodeando entre penumbras, las colillas de cigarros pisoteadas en los rincones, mientras el carro de los biberones recién esterilizados permanecía expuesto durante un buen rato a la tos y es-tornudos de los pequeños que, caminando por sí mismos o en brazos de sus padres, fuera de las habitaciones, mataban el tiempo en el aquel pasillo de las angustias.
No hay placer en tal afirmación. No. Esta es una crítica que duele. Porque no puede ser sino dolor hondo lo que se siente cuando se es consciente que en obra tan sensible conviven, a una vez, la vocación del médico consagrado junto a la falta de recursos elementales, el profesionalismo de primera línea junto a la contaminación del salón, la disponibilidad del presupuesto junto al saqueo y la indolencia, el sufrimiento en brazos del abandono. Tanto la bronca del interno en Mazorra por una colchoneta, como mi experiencia personal vivida junto a mi hijo hace más de veinte años, eran la punta del iceberg, el quiste que comenzaba a crecer hasta alcanzar su actual extensión. El caso muy conocido de los fallecidos en Mazorra es ya la muestra del iceberg en toda su dimensión, inocultable a la vista y a la información pública, aun cuando no fuera publicada.
Hace ya más de un año, incluso sin pedirlo llegamos a recibir en nuestros buzones electrónicos las imágenes impactantes de los cuerpos sin vida, como si alguien quisiera lanzar la fría denuncia ante el espanto de Mazorra. No es necesario caer en manos de Wikileaks para que se produzcan las fugas informativas de determinados acontecimientos. Pero aquellas aguas ignoradas décadas atrás trajeron estos lodos de vergüenza que nos cubren a todos por igual, si es que vemos en cada cubano un semejante. Haber ignorado los males incipientes nos ha llevado a situaciones indeseables y trágicas. Estábamos demasiado absortos en nuestros éxitos en salud, excesivamente complacidos con los trasplantes de órganos, las graduaciones anuales de miles de médicos y enfermeras, los récords de bajo índice de mortalidad infantil, la erradicación de enfermedades, el reconocimiento mundial a lo que habíamos logrado… y todo ello “a pesar de Estados Unidos y su bloqueo”.
Éramos el ejemplo a seguir, habíamos conquistado la fama en salud pública (y otras áreas), y era tanta la fama que no nos cabía ya ni en la prensa ni en los archivos, y la acumulamos donde se guarda todo lo que no pesa y se puede amontonar de modo indiscriminado: en la cabeza. Se nos subió la fama a la cabeza y no previmos lo que podía ocurrir, ni quisimos ver la herida que se abría cada vez más, con el paso de los años, en nuestro sistema de salud. De modo que cuando en la calle se oían ya las conversaciones sobre el deterioro de los hospitales y el temor a estar ingresado, la contaminación de salones de operaciones que en ocasiones llegaron a provocar muertes, cuando en las paradas de guagua o en las oficinas se hablaba sobre el cansancio y agotamiento de los médicos y enfermeras mal remunerados y mal alimentados en las largas horas de trabajo en nuestros centros asistenciales, los “cuadros dirigentes” de la ya enferma salud pública cubana seguían proclamando en toda tribuna nacional e internacional que éramos una potencia médica.
Pero el mal de la irresponsabilidad que provocó la muerte de los enfermos en Mazorra y trajo sanciones sobre los culpables, tiene raíces más extensas. Semanas atrás compramos en casa, “por la izquierda”, un producto enlatado, de buena calidad y barato, no existente en las tiendas. Días después se repitió la oferta. Pensamos que sería de algún colaborador cubano en el exterior que regresó a casa, o de los que hacen envíos de todo tipo para revender acá. Pero entonces supimos que los enlatados salían de un comedor para ancianos habilitado en una iglesia del barrio. Así es.
Hemos llegado a un punto en que casi nadie escapa al mal del robo y la compra-venta en el mercado negro, porque este es un vicio que ha penetrado todos los poros de la sociedad cubana contemporánea. Y entre nosotros el que no vende compra, por la izquierda claro está, ya sea un carro, un turno en cualquier cola, un adelanto quirúrgico o mejor atención médica, una plaza laboral, una ración de pollo extra o la aceleración de un trámite migratorio. Porque sabíamos que unas cosas no alcanzaban, otras demoraban demasiado y algunas se supone no estaban a nuestro alcance, a fuerza de deseos de vivir y sobrevivir aprendimos que además de vestirnos y ponernos desodorante, teníamos que saber decir cuántoé' si queríamos alcanzar, adelantar y resolver lo que no estaba disponible. Así de simple, y unos somos más comedidos que otros, nada más.
Y el vicio es tal que aunque no necesitemos más, tal vez seguimos con la misma práctica, porque hoy hay pero mañana… ¿quién sabe? Considero que hacia las limitaciones y escaseces propias, es donde debemos apuntar las acciones primeras para enfrentar esta mal que nos hiere. Porque donde quiera que la escasez se combina con la propiedad estatal –que es de todos y no es de nadie–, y sobre ellas influye el funcionario frívolo y poderoso que decide a voluntad sin necesidad de rendir cuentas periódicas a casi nadie casi nunca, y menos aún a estructuras ciudadanas independientes, el mal de la corrupción brotará e intentará destruir todo acto noble y digno, y toda entrega que se propuso ser desinteresada. También, por todo ello, necesitamos reformas urgentes.
No se trata solo de producción o de cumplir compromisos económicos internacionales, lo cual es importante sin dudas, pero la cuestión no es sólo de números y de bienes materiales, es ante todo un modo de saldar una vieja deuda moral con nosotros mismos. La diversificación de la propiedad, la renuncia a la propiedad estatal absoluta en algunos sectores considerados clave, o el espacio necesario al empren-dimiento personal independiente, no traerán el paraíso a la Isla, pero puede ayudar en la disminución de la corrupción y a poner frenos a una amoralidad que amenaza con asfixiarnos, ya sea en moneda contante y sonante o por el trueque de las influencias.
Es cierto que logramos conquistas sociales importantes, que los índices de salud se elevaron favorablemente y alargamos la esperanza de vida. Ello fue fruto de un propósito político, como también es cierto que tal propósito se logró en buena medida por un influjo económico externo cuya desaparición coincide en el tiempo con el inicio de la crisis en el sistema de salud, también en el de la educación y otros. Una importante lección que nos deja esta crisis es el recordarnos que no somos superhombres, solo hombres, y mujeres, ya eso es maravilloso. Otra, es que lo que podamos tener o carecer depende de nosotros, de nadie más.
Cuando las condiciones que permitieron y garantizaron aquellos meritorios programas de salud han desaparecido, es urgente buscar nuevas fórmulas para recuperarlo y crear las garantías de su estabilidad. No sería desatinado considerar la participación en el sistema nacional de salud de instituciones religiosas cuyo carisma está vinculado precisamente a esta actividad, lo cual podría lograrse en estrecho vínculo con los planes gubernamentales en este campo.
Quizás sea momento de ir pensando en la cooperativización de los servicios de salud, o en la combinación del servicio público con el servicio privado, lo cual sería beneficioso tanto para el profesional como para el asistido, y podría además generar ingresos para dedicarlos a la atención de los que menos tienen, o al fomento de otros sectores sociales. “¿Cómo están las cosas por el hospital?”, le pregunté a una mujer durante el trayecto en que le di “botella” cuando se dirigía a su trabajo, el hospital Mazorra, días después de conocerse las sentencias. “No están bien –me dijo–, y nunca van a estar bien”. Pienso que tal fatalismo solo puede ser superado cuando se enfrenten consecuentemente las causas que generaron aquel fatal desenlace. Apelar exclusivamente al castigo, o a la conciencia y al sacrificio en tiempos de necesidades materiales y flujos digitales de internautas, no pueden ser la única acción. Tampoco ayuda la obstrucción mental de algunos, si lo que está en juego es, precisamente, la salud de nuestro sistema de salud.